domingo, 26 de mayo de 2013

Lluvia de estrellas en Madrid.

Un tren se le mete entre las costillas a la estación. Los andenes brillan con el rebote de las estrellas en los cristales del techo. Todo el mundo corre de un lado para otro, dándose besos, abrazándose, jurándose que si la vida les diese una segunda oportunidad, volverían a conocerse, y se volverían a engañar, volverían a ser como placas tectónicas que chocan haciendo el amor. Los parques están llenos de ancianos compartiendo la última sonrisa, la última caricia, el game over. La soledad hoy se reparte por partida doble si a tu lado sólo hay restos de lo que nunca fuiste y ni siquiera tienes una mano a la que preguntarle qué hiciste mal. El agua se levanta como si la gravedad fuese sólo un domingo sin película y palomitas, y se convierte en un ser homogéneo con las estrellas.
Pero dentro de la estación de trenes no hay nadie, sólo yo, y aún puedo ver el eco de las despedidas antes del cierre de las puertas, las notas de suicidio cayendo al suelo antes de saltar, las maletas llenas de esperanzas de una vida mejor, las escaleras mecánicas y las luces apagadas, y el suelo encendiéndose con cada golpe de cristal. Las puertas se abren, el tren baja la velocidad, pero no para, no todos se paran a esperarte. Subo de un salto e intento mantener el equilibrio, y aunque fallo, consigo agarrarme a la barra de seguridad. Oigo como se cierran las puertas tras de mi. Al salir de la estación, los ruidos continúan contra el cableado eléctrico del tren, y puedo ver la ciudad corriendo en dirección contraria desde la ventana. Aquí no hay nadie. Siempre supe que terminaría solo, construyéndo y tirando castillos de arena, sin nada de que hablar, sin nadie con quien recordar lo que era respirar a centímetros, siempre supe que yo nunca podría ir acompañado cuando llovieran estrellas.
Ojalá pudiese verla a ella con esa forma de andar que se podría considerar andares de un pato modelo, con su forma de reír como si escondiese la luna entre los labios, con sus ojos que llevaban risas en cada tic tac del minutero del reloj, con su voz, ojalá hoy pudiese escuchar su voz...Y ahora, en la más infinita y plena soledad, me veo escrib

- Toma, te he cogido una.

Y sonreí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Vamos, no te cortes, como si estuvieras en tu casa.